Thursday, April 04, 2013

Fuego

La casualidad es esa frontera que se pueden producir encuentros donde fluyen los elixires de la creación. Ellos bordearon ese límite de lo fortuito y sus miradas se cruzaron en un lugar indeterminado de su hogar. Hacía tiempo que el fuego no fraguaba en sus pieles y el deseo pululaba como un reguero de pólvora buscando un suceso azaroso que encendiera la primera llama que propagara la combustión fútil de sus carnes. Y así, una mirada furtiva, prendió la mecha de la gran hoguera de los deseos.
Las caricias comenzaron con un pequeño roce de una de las manos sobre una mejilla, produciendo ese ligero revoloteo de mariposas que se produce en las entrañas. Como sabiendo lo que sucedía, otra mano se metía por entre las pocas ropas que se definían como fronteras de lo prohibido, para acariciar el abdomen donde las mariposas rebotaban como intentando escapar de su jaula de carne. Y así, entre caricias, ligeros susurros que transportaban palabras encendidas, caídas vaporosas de ropa y furtivas caricias en lugares de deseo, se produjo una explosión cósmica cuya única causa era desintegrar los cuerpos en el fuego azul de la pasión.
Como elevados a un metro del suelo, se deslizaron hacia la cama más cercana de la casa y la poca ropa que quedaba, cayó en los aledaños dejando los cuerpos desnudos, libres para poder ser acariciados, lamidos, aprisionados en las manos llenas de deseo, de sexo, de embriagador sexo y desdibujar los límites de los cuerpos, formar una masa indefinible, convulsa.
Así, el deseo se convirtió en caricias, las caricias en placeres y los placeres en súbitas explosiones de más deseo. Todo se tornó onírico, perplejo, embriagador, deslizándose entre dos realidades: la pasión y el olor. Pronto los roces se convirtieron en posesiones, en movimientos rítmicos que hacían vibrar los cuerpos a tempos acompasado. El sudor acompañaba la melodía de los gemidos, los sexos se frotaban vibrantes y las lenguas lamían el fuego embriagador, poderoso, recorriendo los lugares más íntimos, aquellos donde los apetitos sexuales se recrean con mayor delirio de los sentidos, esos donde las prohibiciones están más arraigadas, más sometidas por el vulgo, porque temen convertirse en dioses a través del deseo.
Entre lenguas, caricias, sexos excitados, movimientos rítmicos, anhelos prohibidos, posesiones desbocadas, se acercaban cada vez más al instante del placer máximo, del clímax embriagador que hace desaparecer toda razón, toda forma de ridícula humanidad, toda condensación carnal, para convertirse en fuego puro, deseo luminoso, respiración extasiada y espasmos de placer,  detonando una explosión luminosa de gozo.
Al final los cuerpos se relajaron, se sedimentaron en el fondo del reposo, condensados otra vez en esa pequeña y ridícula humanidad que somos todos, pero trayendo en sus átomos ese paraíso prohibido que el sexo abre de par en par.